Los emprendedores, en la actualidad, se encuentran ante una serie de dilemas y de disyuntivas que condicionan el futuro de su empresa, sobre todo en el ámbito de la inversión, del desarrollo del producto o incluso en la organización interna y el posicionamiento de la marca. Se trata de si se debe innovar de manera progresiva o, si por el contrario, hay que apostar por un cambio radical. Esta elección estratégica entre innovación incremental y disruptiva no solo define el ritmo de crecimiento de una startup, sino que puede determinar su viabilidad en mercados cada vez más saturados, exigentes y expuestos a transformaciones tecnológicas constantes.
La innovación incremental se entiende como aquella que se construye sobre lo ya existente. Supone una mejora continua de productos, servicios o procesos mediante ajustes, adaptaciones o pequeñas optimizaciones que responden a necesidades específicas del cliente o al perfeccionamiento interno de una solución. Este enfoque ha sido clave en la evolución de muchas empresas tecnológicas que, sin alterar drásticamente el statu quo, han logrado sostener una trayectoria de crecimiento sólida y rentable. En contraposición, la innovación disruptiva busca romper las reglas del mercado, introducir nuevas propuestas de valor que desplacen a soluciones consolidadas y alteren las estructuras de consumo, producción o distribución. Se asocia con modelos de negocio que irrumpen con fuerza en sectores maduros, a menudo aprovechando vacíos estructurales o tecnologías emergentes aún no explotadas por incumbentes.
En la práctica, muchas startups tecnológicas oscilan entre ambas lógicas sin adoptar una posición binaria. Si bien la narrativa pública del emprendimiento suele exaltar la disrupción como sinónimo de éxito —grandes unicornios que cambiaron industrias desde sus primeros prototipos—, la realidad de muchas jóvenes empresas revela una dependencia inicial de mejoras incrementales para alcanzar sostenibilidad, validar hipótesis de negocio y construir una base de clientes fieles. La disrupción, en estos casos, aparece como una posibilidad futura, habilitada por aprendizajes acumulados y una visión más clara del mercado.
El carácter incremental de la innovación no implica necesariamente una falta de ambición o de capacidad transformadora. Algunos de los productos más exitosos de las últimas dos décadas han surgido de un proceso de mejoras sucesivas sobre ideas que ya existían. La ventaja competitiva en estos casos reside en la ejecución, la comprensión fina del usuario y la capacidad de iterar rápido. Plataformas como Slack, por ejemplo, no inventaron la comunicación corporativa, pero redefinieron la experiencia del usuario sobre la base de herramientas ya conocidas. Incluso gigantes como Apple han sido maestros de la innovación incremental, incorporando funciones ya disponibles en el mercado pero optimizadas con un diseño y una integración superior.
Por otro lado, el modelo disruptivo implica mayores riesgos pero también, potencialmente, mayores retornos. Empresas como Airbnb o Uber irrumpieron en mercados altamente regulados, con estructuras tradicionales fuertemente arraigadas, y lo hicieron no con mejoras a los modelos existentes, sino con propuestas que reconfiguraron los hábitos de consumo. Este tipo de innovación suele requerir un ecosistema favorable: inversores dispuestos a asumir apuestas más especulativas, contextos normativos flexibles o aún indefinidos, y una capacidad organizativa para escalar rápidamente sin perder el foco estratégico. No todas las startups están en condiciones de adoptar esta vía desde el inicio, ni todos los sectores son igualmente permeables a este tipo de transformaciones.
Existe una falsa dicotomía al concebir estos dos enfoques como mutuamente excluyentes. En muchos casos, la innovación incremental constituye un camino natural hacia la disrupción. La mejora continua permite afinar procesos, acumular conocimiento sobre el cliente, generar ingresos recurrentes y crear una cultura organizativa sólida. Todo esto puede funcionar como base para una posterior transformación de mayor calado. Esta transición se observa con claridad en algunas startups que comenzaron resolviendo un problema específico y, al ampliar su comprensión del mercado, desarrollaron plataformas o soluciones que alteraron profundamente la dinámica del sector.
Las decisiones estratégicas sobre qué tipo de innovación seguir no pueden desligarse del contexto competitivo. En mercados emergentes o en aquellos donde las barreras de entrada tecnológicas son bajas, la disrupción puede representar una ventaja si se logra consolidar una propuesta diferencial antes que otros actores. En cambio, en entornos dominados por incumbentes con gran poder de mercado, acceso a capital y estructuras operativas consolidadas, las startups pueden encontrar más viable una estrategia de innovación incremental, apuntando a nichos desatendidos, procesos ineficientes o experiencias de usuario deficientes.
La relación entre ambos tipos de innovación también se refleja en la estructura interna de las organizaciones. Los equipos que apuestan por una innovación incremental suelen estar orientados a la eficiencia, la mejora continua y la gestión del conocimiento. Trabajan con ciclos cortos de desarrollo, basados en datos, y con procesos de retroalimentación frecuentes. Las startups que persiguen la disrupción, en cambio, suelen operar con mayor incertidumbre, apuestan por hipótesis más ambiciosas y requieren una cultura de tolerancia al error mucho más pronunciada. Esta diferencia se traduce en la gestión del talento, en los sistemas de financiación que se priorizan y en la forma de relacionarse con los stakeholders.
En el plano financiero, los inversores también muestran distintos perfiles según el tipo de innovación que una startup persigue. Los fondos de venture capital orientados a la disrupción tienden a asumir un mayor nivel de riesgo, buscan retornos exponenciales y toleran ciclos de maduración más largos. En cambio, los inversores que prefieren modelos incrementales suelen valorar la generación temprana de ingresos, la validación constante del modelo de negocio y la posibilidad de escalabilidad controlada. Esta tensión entre riesgo y retorno condiciona el acceso al capital y, por tanto, influye directamente en las estrategias de innovación.
En términos de métricas, la innovación incremental permite un seguimiento más inmediato del impacto de los cambios introducidos. Indicadores como la mejora en la retención de usuarios, la reducción de los costes operativos o el aumento del ticket medio pueden reflejar el éxito de una estrategia basada en mejoras continuas. La innovación disruptiva, en cambio, se mide muchas veces por su capacidad de abrir nuevos mercados, captar segmentos de usuarios no atendidos o incluso generar cambios regulatorios que validen su existencia. Esta diferencia de horizonte temporal es crucial para definir expectativas tanto dentro del equipo fundador como ante los inversores.
El entorno regulatorio también incide de manera determinante. En sectores altamente normativizados como la salud, la educación o las finanzas, la innovación incremental ofrece una vía menos conflictiva para introducir mejoras sin desafiar el marco legal vigente. La disrupción, en estos casos, suele enfrentar barreras más severas y requiere, en ocasiones, estrategias de lobby o alianzas institucionales para prosperar. En cambio, en campos como el software, la inteligencia artificial o las plataformas digitales, donde las fronteras regulatorias aún son difusas, la innovación disruptiva encuentra un terreno más fértil.
La cultura empresarial influye de manera significativa en la inclinación hacia uno u otro tipo de innovación. Las startups que cultivan una mentalidad de mejora continua, aprendizaje iterativo y proximidad con el cliente suelen tender hacia la innovación incremental como método natural de desarrollo. Por el contrario, aquellas impulsadas por visiones transformadoras, con liderazgos que priorizan el impacto sistémico sobre el rendimiento inmediato, suelen abrazar con mayor convicción la disrupción como horizonte.
En última instancia, la encrucijada entre innovación incremental y disruptiva no debe entenderse como una elección definitiva, sino como una coordenada estratégica que puede variar según el estadio de madurez de la empresa, las condiciones del mercado y la evolución de las capacidades internas. Muchas startups comienzan con una lógica incremental, escalan con una visión disruptiva y, una vez consolidadas, vuelven a adoptar ciclos de mejora continua para sostener su posición. Comprender esta dinámica no solo permite tomar decisiones más informadas, sino también diseñar culturas organizativas capaces de adaptarse a los vaivenes del entorno sin perder la identidad innovadora.
El reto para los fundadores, gestores e inversores no es tanto optar por una vía u otra, sino desarrollar la sensibilidad estratégica para identificar cuándo corresponde iterar, cuándo conviene pivotar y cuándo es necesario romper con el modelo vigente para crear algo completamente nuevo. En esa capacidad de lectura del contexto reside, muchas veces, la diferencia entre el éxito y el estancamiento.