El emprendimiento, en muchas ocasiones, es como un viaje. Es un camino largo, con momentos de curvas cuando la cosa se complica, y una autovía cuando las cosas van bien. Y es que la creación de una startup está conectada con variables que no se puede prever, que hay que solventar cuando se producen y que provocan además retrasos en la consecución de los objetivos, algo que puede desesperar a los emprendedores, que van pasando del entusiasmo más vivaz a la impaciencia por no poder seguir con los planes previstos. Ahí es donde entra en juego la paciencia, que es una virtud clave entre los emprendedores, que además deben persistir para no colapsar por el camino. Y es que comprender que la velocidad no siempre garantiza la llegada al destino es uno de los aprendizajes más difíciles y, al mismo tiempo, más determinantes para la supervivencia de un proyecto.
Las cifras lo confirman: la mayoría de las startups necesitan entre tres y siete años para consolidar un modelo de negocio sostenible, según algunos informes. Durante ese periodo, las fases de validación de mercado, búsqueda de financiación y escalado se intercalan con periodos de inactividad aparente en los que la única acción posible es esperar resultados. En un ecosistema donde la narrativa dominante suele glorificar la rapidez y la inmediatez, esa espera puede convertirse en una amenaza psicológica. De ahí que la paciencia se haya convertido en una habilidad estratégica, casi al mismo nivel que la capacidad de análisis financiero o la visión de mercado.
Ahora bien, hay que saber cómo se puede cultivar la paciencia en un contexto caracterizado por la presión constante. Ahí es donde entra en juego la construcción de rutinas que permitan mantener el control de aquello que sí depende de la gestión interna. Establecer hitos intermedios, definir métricas de progreso que no se limiten al crecimiento de ingresos y reforzar la visión compartida con el equipo son prácticas que convierten la espera en un proceso activo. La paciencia, entendida de este modo, se transforma en un ejercicio de disciplina más que en un mero rasgo de carácter.
El segundo componente de esta ecuación, la persistencia, suele confundirse con la obstinación, pero en realidad se diferencia por su flexibilidad. Persistir en un proyecto no significa repetir indefinidamente las mismas fórmulas, sino mantener la convicción en la meta mientras se ajustan los métodos para alcanzarla. La experiencia de múltiples compañías emergentes demuestra que la capacidad de pivotar, de modificar una propuesta de valor sin renunciar a la visión original, es lo que distingue a los equipos que logran superar los primeros años de aquellos que se disuelven al primer revés. Persistir implica aceptar que el mapa cambia constantemente, pero que el horizonte permanece.
Los inversores también han comenzado a reconocer la importancia de estas cualidades intangibles. Si bien los indicadores financieros y el potencial de escalabilidad continúan siendo criterios prioritarios, cada vez se valora más la resiliencia de los equipos fundadores. En encuentros privados, no son pocos los capitalistas de riesgo que señalan la paciencia y la persistencia como atributos determinantes para decidir dónde colocar sus recursos. Desde su perspectiva, un equipo que ha demostrado capacidad para resistir ciclos de incertidumbre inspira más confianza que aquel que solo brilla en los momentos de euforia.
El desarrollo de estas cualidades no ocurre en el vacío. El entorno social y cultural del emprendimiento influye en cómo se entienden y ejercitan. En ecosistemas donde predomina la exaltación de la rapidez, el cortoplacismo se convierte en un obstáculo que presiona a los fundadores a demostrar resultados inmediatos. En contraste, los entornos donde se promueve una visión de largo plazo, como ocurre en algunos hubs de innovación europeos y asiáticos, favorecen una cultura en la que la espera no se percibe como fracaso, sino como parte natural del ciclo de maduración empresarial. Esa diferencia cultural tiene consecuencias directas en la salud mental de los emprendedores y en la tasa de supervivencia de las empresas jóvenes.
La ciencia también ofrece claves útiles para comprender por qué la paciencia y la persistencia no son simples actitudes, sino capacidades entrenables. Estudios de psicología organizacional apuntan a que la regulación emocional, el manejo de expectativas y la práctica de la atención plena reducen la ansiedad asociada a la incertidumbre y permiten sostener la motivación en periodos prolongados. Varios programas de incubación y aceleración ya incluyen módulos de entrenamiento en resiliencia emocional, reconociendo que no basta con asesorar en rondas de financiación o diseño de producto. La preparación psicológica se convierte, así, en un factor competitivo.
En este punto surge una cuestión inevitable: ¿cómo se distingue la persistencia saludable de la perseverancia que conduce a la autodestrucción? La línea es delgada, y muchas trayectorias emprendedoras se ven truncadas por la incapacidad de reconocer cuándo una idea ha dejado de ser viable. Persistir no debe confundirse con sostener indefinidamente un proyecto condenado. La clave está en combinar la tenacidad con un análisis objetivo de los indicadores. Saber cuándo abandonar una estrategia o incluso cerrar una empresa no contradice la persistencia; al contrario, la refuerza, porque permite reservar energías y aprendizajes para intentos futuros.
El fracaso, en este sentido, se convierte en un laboratorio de paciencia y persistencia. Quienes han pasado por una caída empresarial suelen desarrollar una tolerancia más alta a la frustración y una perspectiva más amplia del tiempo necesario para volver a levantarse. En muchos casos, las segundas y terceras aventuras empresariales resultan más exitosas porque los fundadores ya no buscan atajos ni resultados inmediatos, sino que se concentran en sostener un trabajo continuo y adaptativo. El ecosistema de Silicon Valley, que durante años promovió el lema del “fail fast”, ha comenzado a matizarlo en la práctica: no se trata de fracasar rápido por el simple hecho de hacerlo, sino de aprender rápido y persistir en el aprendizaje.
La construcción de redes de apoyo también juega un papel crucial en este proceso. Contar con otros fundadores que compartan experiencias similares, con mentores que recuerden que el crecimiento exige plazos prolongados, o con comunidades que ofrezcan respaldo emocional, ayuda a reducir la soledad que suele acompañar al emprendimiento. La paciencia se alimenta de la certeza de que el esfuerzo no ocurre en aislamiento, y la persistencia se fortalece cuando existen referentes que demuestran que la espera puede dar frutos.
La pandemia de 2020 puso en evidencia, quizás más que cualquier otro acontecimiento reciente, la necesidad de estas dos virtudes. Numerosas startups vieron interrumpidos sus planes de expansión o enfrentaron caídas abruptas de demanda. En ese contexto, solo aquellas que lograron sostener su actividad con calma y rediseñar sus modelos demostraron capacidad real de resistencia. Muchas no sobrevivieron, pero las que lo hicieron lo lograron gracias a una mezcla de disciplina en la espera y flexibilidad en la adaptación. Esa lección permanece vigente en un entorno económico que sigue marcado por la volatilidad.
De cara al futuro, se plantea un escenario donde la paciencia y la persistencia no serán únicamente virtudes personales, sino también valores organizativos. Empresas que integren estos principios en su cultura interna estarán mejor preparadas para enfrentar crisis, ciclos de mercado imprevisibles y transformaciones tecnológicas. No se trata solo de esperar, sino de diseñar estructuras que soporten la espera y fomenten la continuidad. Del mismo modo, persistir no será cuestión de individuos aislados, sino de equipos cohesionados que comparten una visión a largo plazo.
El camino del emprendimiento, en definitiva, no es una carrera de velocidad, sino un trayecto prolongado en el que los atajos suelen desembocar en callejones sin salida. La paciencia y la persistencia no garantizan el éxito, pero sin ellas el fracaso resulta casi inevitable. Entre ambas virtudes se traza la frontera que separa a las ideas fugaces de los proyectos duraderos, a las ilusiones iniciales de las realidades consolidadas. Y aunque no figuren en los manuales de inversión ni en los balances financieros, quienes han recorrido este camino saben que constituyen el capital más valioso con el que puede contar una startup en sus primeros y más inciertos años.