Por Redacción - Dic 9, 2025
El pulso de España con la investigación y el desarrollo ha cobrado una nueva intensidad, marcando un avance significativo que nos retrotrae a la ambición inversora de la primera década del siglo, cuando el país experimentó una convergencia acelerada con los estándares comunitarios. Los recientes datos de Eurostat, que se suman a las cifras nacionales publicadas por el INE hace una semana, no solo ofrecen una fotografía precisa de nuestra actividad interna, sino que permiten una comparación detallada con el resto del continente, revelando una trayectoria de progreso tangible que ha sido recibida con optimismo cauteloso en los círculos académicos y empresariales. El hito más destacado es el ascenso de dos escalones en el ranking europeo de inversión en I+D, pasando de la posición 16 en 2023 a la 14 en 2024.
Este avance, es fruto tanto de un mérito propio indiscutible, impulsado por una mayor ejecución de fondos europeos y una creciente implicación del sector privado en áreas clave como la digitalización y la biotecnología, como por ciertas ralentizaciones en países vecinos. Si bien el sorpasso a otras naciones es un indicio favorable, la distancia con la media comunitaria aún requiere un compromiso sostenido y plurianual para garantizar que el crecimiento actual no sea un pico puntual, sino una tendencia consolidada que permita cerrar las brechas estructurales que persisten desde hace más de una década. Este movimiento al alza debe interpretarse no solo como una mejora estadística, sino como el reconocimiento de un esfuerzo coordinado para priorizar la ciencia y la tecnología como pilares del modelo productivo futuro del país.
La inversión española en I+D ha exhibido una fortaleza notable al crecer a una tasa interanual del 6,9% en 2024, una cifra que pulveriza la media de la Unión Europea, que se situó en un discreto 3,6%. Este desempeño sitúa a España como el motor de crecimiento en esta materia entre las cuatro principales economías del bloque, superando con claridad a Italia, que registró un +3,5%, a Francia, con un +3,4%, y a Alemania, cuya inversión creció un +2,7%. Este diferencial de crecimiento, que es más del doble del promedio europeo, está principalmente cimentado en la robustez de la inversión procedente del sector privado y de las administraciones públicas, que han sabido catalizar fondos de recuperación para proyectos de alta intensidad tecnológica. Este ímpetu nos coloca como la séptima nación con mayor crecimiento en el conjunto de la UE, un dato que debería servir como acicate para mantener el ritmo. No obstante, la euforia se modera al contrastar esta tasa de variación con la cruda realidad de la inversión por habitante. La cifra media de 494 euros invertidos por español contrasta de forma severa con los 897 euros que componen la media de la UE-27, una brecha que humaniza la necesidad de acelerar las políticas de apoyo y financiación para alcanzar niveles de desarrollo y bienestar comparables. La diferencia es un recordatorio constante de que, aunque el crecimiento sea rápido, la base de inversión per cápita sigue siendo un lastre que condiciona la capacidad de innovación a nivel individual, limita la retención de talento investigador de alto nivel y restringe la escalabilidad de proyectos punteros. Abordar este déficit implica no solo inyectar más recursos, sino también mejorar la eficiencia en la transferencia de conocimiento desde los centros de investigación a las empresas.
Al analizar la ratio de inversión en I+D sobre el Producto Interior Bruto (PIB), la medida fundamental de la prioridad que un país otorga a la investigación, el dato de España alcanzó el 1,50% en 2024, mientras que la media de la UE-27 se estableció en el 2,24%. Este desfase, aunque todavía considerable, se ha reducido ligeramente en dos centésimas de punto porcentual respecto al año anterior, situándose en 0,74 puntos porcentuales de diferencia, y supone el menor desajuste desde 2011. Es importante contextualizar que este esfuerzo nos permite tener la ratio más alta de los últimos años en comparación con la media comunitaria, representando ahora un 67% de la misma. Sin embargo, la frialdad de los números también expone una realidad incómoda y estructural: la apuesta española por la I+D no se corresponde con su potencial económico ni con su tamaño dentro del club comunitario.
Países con una renta per cápita inferior y una menor relevancia macroeconómica, como Grecia, Portugal, la República Checa o Estonia, han logrado superar el porcentaje de inversión sobre el PIB de España. Esta disparidad no es una mera curiosidad estadística, sino un indicador de que el tejido productivo y el sistema científico-tecnológico español aún no han interiorizado la investigación como un factor intrínseco de crecimiento, a diferencia de estas economías que han optado por hacer de la innovación el motor de su desarrollo. El reto ineludible no es solo crecer más rápido temporalmente, sino invertir con la convicción y la escala que demanda una economía del tamaño de la española, consolidando una base de conocimiento y tecnología robusta que asegure la prosperidad a largo plazo. La clave pasa por establecer mecanismos fiscales atractivos, garantizar la estabilidad en la financiación pública y, sobre todo, aumentar la participación de las pequeñas y medianas empresas en actividades de alta intensidad innovadora para afianzar la convergencia definitiva.